lunes, 23 de septiembre de 2013

RELATOS CORTOS. TRATAMIENTO DE LA LECTURA EDUCACIÓN PRIMARIA. TERCER CICLO. REFUERZO - AMPLIACIÓN.



“YO PRIMERO”
      Luis acababa de doblar la esquina para entrar en la calle de su colegio, cuando a lo lejos vio a Teresa que -a paso rápido- se acercaba a la puerta del centro. Luis aligeró el paso, a lo cual Teresa respondió corriendo más, justo lo suficiente para que Luis también saliera corriendo como un galgo, arrastrando su cartera enganchada a un carrito que iba dando saltos cada vez que tropezaba con algo. -¡PRIME! , gritó Teresa, a la vez que tocaba la puerta del colegio y se reía viendo la cara de enfado de Luis.
       Todos los días era lo mismo, una competición a ver quién era el primero; unos era Teresa y otros Luis, pero cada vez la cosa se estaba poniendo más seria, tanto que cuando ambos tocaban a la vez la puerta y gritaban -¡PRIME¡-, a continuación venía una discusión, seguida de empujones… e incluso algunas patadas en las espinillas.
       En una ocasión Luis ideó un malvado plan y derramó aceite en el camino de Teresa; lo cual hizo que resbalara y llegara al colegio con el vestido pringado y “llorando como una Magdalena”. Teresa no pudo dejar tal artimaña sin respuesta, por lo que puso una cuerda blanca entre dos coches aparcados -justo por donde debía pasar Luis- el cual, como siempre, corrió para llegar el primero, tropezó y fue a dar con todos sus piños en el bordillo de la acera, rompiéndose dos paletas.
       Poco a poco la cosa empeoró. Pero… ¿aún podía ser peor? Pues parecía que sí y para intentar evitarlo, la maestra habló con ellos, haciéndoles ver que era una tontería querer ser el primero en llegar a la escuela; que tanto el primero como el último tenía su asiento en el aula, que no por ser el primero en llegar nadie iba a tener privilegios ni ningún premio frente a los demás. Así que les dijo que en adelante, si no dejaban de correr y hacerse la pascua el uno al otro, entrarían los últimos en clase todos los días.
       Y así fue cómo ocurrió: continuaron con una competición, cuyos únicos premios eran dientes rotos, ropa sucia, chichones en la cabeza, cardenales y heridas en piernas y brazos… ¡Hasta que la amenaza de la maestra se cumplió y empezaron a entrar los últimos todos los días a clase, aunque fuesen los primeros en llegar!
       Todos pensaban que aquello ya se había acabado y que -en adelante- ya no tendrían ninguno, de los dos, razones para querer llegar uno antes que el otro. Sin embargo, nuestra imaginación puede quedarse pequeña ante las sorpresas que nos puede deparar la cabezonería y el empecinamiento de las personas; ya que desde aquel día empezaron a correr para ver quién era el “PRIME” (de los dos últimos) en entrar a clase.

EL PEGÓN”
         Seguramente sepáis de un niño o niña, o quizás más de uno que está pegando siempre en la escuela; o a lo mejor eres tú ese o esa que siempre está pegando a los demás, sin saber por qué lo haces.
      En el colegio que ocurre esta historia había uno de esos niños al que todos le llamaban “el pegón”, aunque su verdadero nombre era Santi, (palabra que se parece mucho a santo, pero con la que no tenía nada que ver, ni siquiera por casualidad). Todos los días el maestro terminaba de los nervios, porque cuando no era uno el que llegaba y decía: “Santi me ha pegado”, llegaba otro con la marca de un bocado en el brazo, o varias llorando a la vez porque les había dado patadas en las espinillas. Por más que el maestro intentaba convencer a Santi para que no lo hiciera, éste hacia oídos sordos y seguía pegando sin ton ni son, así le castigaran como si no. Era como si le diese igual cumplir los castigos, con tal de poder empalizar a unos pocos todos los días.
     En más de una ocasión algunos papás y mamás de otros niños le esperaban a la salida del colegio para hablar con los suyos y así regañarle delante de ellos, a lo que él respondía poniendo una cara muy tristona y los ojitos como para llorar, repitiendo una frase que la tenía más que aprendida: -”No lo volveré a hacer más”. Pero al día siguiente se volvía a repetir la misma historia…
     El maestro, que no se daba por vencido, decidió cambiar de estrategia y cuando al día siguiente acabó la clase, le pidió a todos los niños y niñas -a los que Santi les había pegado ese día-, que levantasen la mano. Enseguida se levantaron tres manos, luego otro, otra y otra, hasta un total de nueve. Después pidió que hicieran lo mismo a los que Javier, un niño muy pacífico de la clase, hubiese, pero nadie la levantó, luego pidió que lo hicieran a los que Nuria había pegado, y luego con Belén y varios más, pero a ninguno de ellos le levantaron la mano. Por último preguntó a quién le gustaba ser amigo de Santi, y entonces tampoco nadie quiso levantar la mano.
     Esto mismo lo repitió el maestro un día tras otro, hasta que el número de niños y niñas a los que pegaba Santi, empezó a bajar, y subía el de compañeros que levantaban la mano cuando el maestro preguntaba quién quería ser amigo suyo. Por fin un día no pegó a nadie y así siguió la mayoría del resto de los días -aunque en alguna ”rara ocasión” se le escapara un manotazo- pero para entonces se había dado cuenta de que prefería estar jugando con sus amigos a que tuvieran que huir de él.

“HERMANOS GEMELOS”
        En una clase – como puede ser la vuestra – había dos parejas de hermanos gemelos. Por fuera eran iguales en todo, incluso iban vestidos de la misma manera. Una pareja la formaban Jaime y Jacinto (de pelo moreno y nariz respingona), y la otra, Manuel y Mateo (de pelo rubio y nariz regordeta). Además curiosamente los nombres de cada pareja de hermanos empezaban igual.
       Y aunque como hermanos eran iguales; como parejas eran distintos. Manuel estaba siempre chinchando a su hermano Mateo, no desaprovechaba ocasión para dejarlo en ridículo, cuando se equivocaba en algo, le quitaba la libreta y se la enseñaba a la Seño para que viera lo mal que lo había hecho, y si estaban en el recreo no dejaba que Mateo se juntase con él ni con sus amigos para jugar. Sin embargo Jaime y Jacinto iban juntos a todos lados, se ayudaban cuando alguno de los dos tenía dificultades con las actividades y si uno no jugaba con los compañeros, el otro tampoco quería jugar para quedarse con su hermano.
      Un día cuando iba Mateo hacia la escuela, a unos pasos detrás de su hermano – que caminaba con otros compañeros contando sus cosas-, pensó en lo mucho que envidiaba lo bien que se llevaban sus compañeros Jaime y Jacinto, ya que para él era un suplicio que su hermano lo tratase peor que otros niños de la clase. Entrando en el edificio pensó: -“Cómo me gustaría ser hermano de Jaime y Jacinto y no de este petardo que no hace más que hacerme la vida imposible”-, cuando al pasar por la puerta de su aula, notó un chispazo de luz y que su cuerpo empezaba a transformarse: la nariz se le afinó y se le puso respingona, el pelo se le oscureció y ¡hasta su ropa se cambió exactamente igual a la de Jaime y Jacinto!
      Todos en la clase se asombraron del cambio que había sufrido Mateo, el cual fue muy bien recibido por Jaime y Jacinto, que no tardaron en tratarlo igual que se comportaban entre ellos. Todos aceptaron el cambio mágico que se había producido, salvo Manuel, al cual le fastidiaba mucho haberse quedado sin alguien cercano a quien fastidiar. Y así pasaron muchos días, tantos que Mateo se sentía cada vez más a gusto con sus nuevos hermanos, y Manuel paso de sentirse fastidiado, a sentirse sólo. Tan solo, tan solo que un día al dirigirse cabizbajo hacia la escuela sintió tanta pena de cómo se había portado con su hermano, que su arrepentimiento hizo saltar un chispazo de luz en el momento en que su hermano entraba por la puerta de la clase, volviendo poco a poco a su aspecto normal; tras el cual – Manuel – salió corriendo a abrazarlo.

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