“YO PRIMERO”
Luis
acababa de doblar la esquina para entrar en la calle de su colegio, cuando a lo
lejos vio a Teresa que -a paso rápido- se acercaba a la puerta del centro. Luis
aligeró el paso, a lo cual Teresa respondió corriendo más, justo lo suficiente
para que Luis también saliera corriendo como un galgo, arrastrando su cartera
enganchada a un carrito que iba dando saltos cada vez que tropezaba con algo.
-¡PRIME! , gritó Teresa, a la vez que tocaba la puerta del colegio y se reía
viendo la cara de enfado de Luis.
Todos los días era lo mismo, una competición a ver quién era el primero;
unos era Teresa y otros Luis, pero cada vez la cosa se estaba poniendo más
seria, tanto que cuando ambos tocaban a la vez la puerta y gritaban -¡PRIME¡-, a
continuación venía una discusión, seguida de empujones… e incluso algunas
patadas en las espinillas.
En una ocasión Luis ideó un malvado plan y derramó aceite en el camino de
Teresa; lo cual hizo que resbalara y llegara al colegio con el vestido pringado
y “llorando como una Magdalena”. Teresa no pudo dejar tal artimaña sin
respuesta, por lo que puso una cuerda blanca entre dos coches aparcados -justo
por donde debía pasar Luis- el cual, como siempre, corrió para llegar el
primero, tropezó y fue a dar con todos sus piños en el bordillo de la acera,
rompiéndose dos paletas.
Poco a poco la cosa empeoró. Pero… ¿aún podía ser peor? Pues parecía que
sí y para intentar evitarlo, la maestra habló con ellos, haciéndoles ver que
era una tontería querer ser el primero en llegar a la escuela; que tanto el
primero como el último tenía su asiento en el aula, que no por ser el primero
en llegar nadie iba a tener privilegios ni ningún premio frente a los demás.
Así que les dijo que en adelante, si no dejaban de correr y hacerse la pascua
el uno al otro, entrarían los últimos en clase todos los días.
Y así fue cómo ocurrió: continuaron con una competición, cuyos únicos
premios eran dientes rotos, ropa sucia, chichones en la cabeza, cardenales y
heridas en piernas y brazos… ¡Hasta que la amenaza de la maestra se cumplió y
empezaron a entrar los últimos todos los días a clase, aunque fuesen los
primeros en llegar!
Todos pensaban que
aquello ya se había acabado y que -en adelante- ya no tendrían ninguno, de los
dos, razones para querer llegar uno antes que el otro. Sin embargo, nuestra
imaginación puede quedarse pequeña ante las sorpresas que nos puede deparar la
cabezonería y el empecinamiento de las personas; ya que desde aquel día
empezaron a correr para ver quién era el “PRIME” (de los dos últimos) en entrar
a clase.
EL PEGÓN”
Seguramente sepáis de un niño o niña, o quizás más de uno que está
pegando siempre en la escuela; o a lo mejor eres tú ese o esa que siempre está
pegando a los demás, sin saber por qué lo haces.
En el
colegio que ocurre esta historia había uno de esos niños al que todos le
llamaban “el pegón”, aunque su verdadero nombre era Santi, (palabra que se
parece mucho a santo, pero con la que no tenía nada que ver, ni siquiera por
casualidad). Todos los días el maestro terminaba de los nervios, porque cuando
no era uno el que llegaba y decía: “Santi me ha pegado”, llegaba otro con la
marca de un bocado en el brazo, o varias llorando a la vez porque les había
dado patadas en las espinillas. Por más que el maestro intentaba convencer a
Santi para que no lo hiciera, éste hacia oídos sordos y seguía pegando sin ton
ni son, así le castigaran como si no. Era como si le diese igual cumplir los
castigos, con tal de poder empalizar a unos pocos todos los días.
En más
de una ocasión algunos papás y mamás de otros niños le esperaban a la salida
del colegio para hablar con los suyos y así regañarle delante de ellos, a lo
que él respondía poniendo una cara muy tristona y los ojitos como para llorar,
repitiendo una frase que la tenía más que aprendida: -”No lo volveré a hacer
más”. Pero al día siguiente se volvía a repetir la misma historia…
El
maestro, que no se daba por vencido, decidió cambiar de estrategia y cuando al
día siguiente acabó la clase, le pidió a todos los niños y niñas -a los que
Santi les había pegado ese día-, que levantasen la mano. Enseguida se
levantaron tres manos, luego otro, otra y otra, hasta un total de nueve.
Después pidió que hicieran lo mismo a los que Javier, un niño muy pacífico de
la clase, hubiese, pero nadie la levantó, luego pidió que lo hicieran a los que
Nuria había pegado, y luego con Belén y varios más, pero a ninguno de ellos le
levantaron la mano. Por último preguntó a quién le gustaba ser amigo de Santi,
y entonces tampoco nadie quiso levantar la mano.
Esto mismo lo repitió el
maestro un día tras otro, hasta que el número de niños y niñas a los que pegaba
Santi, empezó a bajar, y subía el de compañeros que levantaban la mano cuando el
maestro preguntaba quién quería ser amigo suyo. Por fin un día no pegó a nadie
y así siguió la mayoría del resto de los días -aunque en alguna ”rara ocasión”
se le escapara un manotazo- pero para entonces se había dado cuenta de que
prefería estar jugando con sus amigos a que tuvieran que huir de él.
“HERMANOS
GEMELOS”
En una clase – como puede ser la vuestra – había dos parejas de hermanos
gemelos. Por fuera eran iguales en todo, incluso iban vestidos de la misma
manera. Una pareja la formaban Jaime y Jacinto (de pelo moreno y nariz
respingona), y la otra, Manuel y Mateo (de pelo rubio y nariz regordeta).
Además curiosamente los nombres de cada pareja de hermanos empezaban igual.
Y aunque como hermanos eran iguales; como parejas eran distintos. Manuel
estaba siempre chinchando a su hermano Mateo, no desaprovechaba ocasión para
dejarlo en ridículo, cuando se equivocaba en algo, le quitaba la libreta y se
la enseñaba a la Seño para que viera lo mal que lo había hecho, y si estaban en
el recreo no dejaba que Mateo se juntase con él ni con sus amigos para jugar.
Sin embargo Jaime y Jacinto iban juntos a todos lados, se ayudaban cuando
alguno de los dos tenía dificultades con las actividades y si uno no jugaba con
los compañeros, el otro tampoco quería jugar para quedarse con su hermano.
Un día cuando iba Mateo hacia la escuela, a unos pasos detrás de su
hermano – que caminaba con otros compañeros contando sus cosas-, pensó en lo
mucho que envidiaba lo bien que se llevaban sus compañeros Jaime y Jacinto, ya
que para él era un suplicio que su hermano lo tratase peor que otros niños de
la clase. Entrando en el edificio pensó: -“Cómo me gustaría ser hermano de
Jaime y Jacinto y no de este petardo que no hace más que hacerme la vida
imposible”-, cuando al pasar por la puerta de su aula, notó un chispazo de luz
y que su cuerpo empezaba a transformarse: la nariz se le afinó y se le puso
respingona, el pelo se le oscureció y ¡hasta su ropa se cambió exactamente
igual a la de Jaime y Jacinto!
Todos en la clase se
asombraron del cambio que había sufrido Mateo, el cual fue muy bien recibido
por Jaime y Jacinto, que no tardaron en tratarlo igual que se comportaban entre
ellos. Todos aceptaron el cambio mágico que se había producido, salvo Manuel, al
cual le fastidiaba mucho haberse quedado sin alguien cercano a quien fastidiar.
Y así pasaron muchos días, tantos que Mateo se sentía cada vez más a gusto con
sus nuevos hermanos, y Manuel paso de sentirse fastidiado, a sentirse sólo. Tan
solo, tan solo que un día al dirigirse cabizbajo hacia la escuela sintió tanta
pena de cómo se había portado con su hermano, que su arrepentimiento hizo
saltar un chispazo de luz en el momento en que su hermano entraba por la puerta
de la clase, volviendo poco a poco a su aspecto normal; tras el cual – Manuel –
salió corriendo a abrazarlo.
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